sábado, 31 de octubre de 2009

Tarde de sábado


La espalda de la mujer está cubierta por los brazos firmes de él. Ella se aferra a su cuello como si la vida manara de su boca. El abrazo apresurado sobre las mantas mientras el sol brilla afuera, los niños gritan en el patio, los documentales en la televisión cuentan historias para nadie, los abuelos duermen la siesta en el cuarto contiguo. El instante supremo en el que están cara a cara la vida y la muerte. El blanco, el negro y el rojo fundiéndose en el cerebro en el momento de llegar a la cima, la pequeña explosión que derrumba las fronteras de los cuerpos y las barreras cotidianas, que nos deja los ojos y el alma desnudas por un segundo/ una ventana por la que mirarnos sin reservas.

De vuelta a la materia. Las ropas en el suelo, cogerlas de prisa antes que nos veamos con los ojos fríos. Hay que lavar la loza, hay que ver qué hacen los niños, hay que arrancarnos del pedazo de eternidad que recién compartimos. No pensar que nos miramos sin mentiras posibles, porque eso intimida. El abrazo cómplice se vuelve mecánico. Mejor correr a la cocina, por lo menos el agua corriendo por los brazos no se arrepiente de sus carreras sobre la piel.

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